martes, 2 de noviembre de 2010

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El otro día me paré y miré al cielo, era de noche y mi rostro se estremeció al mirar hacia arriba y no ver ninguna estrella. Una sonrisa forzada fue lo único que mis labios pudieron fingir cuando al mirar al horizonte, de repente, vi como un millar de estrellas se reunían en lo que parecía un inmenso océano de luz artificial. Incluso desde donde estaba, aquel remoto lugar perdido en algún rincón del bosque donde se hacía un claro, incluso desde aquel lugar aparentemente silencioso se podía oír el murmullo que al pasar un  rato se convertía en clamor que venía desde donde la multitud de estrellas estaban de celebración. Un soplo de viento frío hizo que me estremeciera bruscamente, el viento traía con sigo un fétido olor que se empalagaba en las fosas nasales y que me hacia sentir en una situación un tanto incómoda, como si fuera a ahogarme. Era ese viento, el que nacía de una hoguera invisible y se convertía en humo tóxico cuando alguien se disponía a respirarlo, el que me hacía sentirme cada día mas débil, cada día mas muerta. Las estrellas que se exhibían frente a mí, en la lejanía, cada vez tenían un brillo mas intenso, como si quisieran o estuviesen esperando a que alguien las agarrara con fuerza y pidiera su último deseo. Comenzó a llover de repente. Era ese tipo de lluvia que últimamente se precipitaba con frecuencia, de ese tipo de lluvia que quemaba, que hacia daño a todo ser vivo que estuviera a su paso, pero que sobre todo hacia daño en lo mas profundo del alma. La verdad es que a la lluvia ya no le quedaba apenas trabajo, pues estaba apunto de concluir su tarea, ya pronto no tendía nada mas que destruir. Mirase donde mirase no veía mas que luces, que chocaban como olas,  bruscamente,  contra las rocas de la última isla que quedaba en aquel colosal océano de luces fluorescentes. Mis manos comenzaron a temblar, y las última lágrimas que me quedaban en lo que fue una reserva infinita de gotas de tristeza comenzaron a caer por mis mejillas. Ya no tenía nada, ya no me quedaba nada mas que aquella pequeña isla a la que el mar estaba hundiendo muy lentamente, así que decidí pedir mi último deseo a una estrella imaginaria que que aún seguía brillando en el cielo de  mis recuerdos. Me agarré con ansía a la estrella brillante, me sonrió, le devolví la sonrisa, y me alejé para siempre de aquel lugar, pues ya había subido la marea.